Jaulas

La mujer está encerrada en la jaula con un león.
Es un león negro que se mantiene a distancia, echado a menos de tres metros contra las rejas del fondo, hacia el sur. Está en reposo, pero alerta. Su respiración es tranquila. Una cicatriz le atraviesa el hocico. La lengua cuelga a los costados de los colmillos, apenas aleteando pero viva del todo, rosada y viva, mojada. Un hilo de saliva espeso y transparente se desliza labio abajo hasta el pelo del pecho. No muestra intención de levantarse, sabe que dispone de mucho tiempo. Jadea y muestra los colmillos brillantes y blancos, surcados de hilos rojos que se abren en abanico hacia las puntas, como un delta de pesadilla. Tiene los ojos dorados fijos en la mujer.
Ella está encogida contra las rejas orientadas al norte, sentada con las piernas dobladas en el piso húmedo de orines. Tiene rasgada la ropa, el pelo áspero, las uñas blandas y partidas por haber rascado el cemento del piso, despellejadas las rodillas, y un arañazo profundo desde el hombro a la garganta, en el costado izquierdo.
Le falta un zapato pero no sabe que lo ha perdido. La mujer tiene frío pero transpira de miedo. Busca alrededor una hendidura, una raja, una fisura por donde huir. Poco antes, hace tan poco, ella también miraba desde afuera hacia la jaula y esperaba expectante el desenlace. Bien sabe que la encerraron allí por haber llorado en algún momento. ¡Llorar jamás!, su padre. Llorar es un pecado capital, su madre. Ya conocen todos el castigo… las maestras.
Recorre con los ojos todos los rincones sin mover un músculo de la cara. No sabe cuándo sentirá el zarpazo, el filo que desgarrará primero la piel, después el músculo y llegará al hueso sin detenerse, sin obstáculos en el recorrido. Pronto doscientos cincuenta kilos se le vendrán encima con un salto elástico, y ella se abrirá en dos como una hoja de papel, como una tela. Lo sabe y espera.
Se miran. Hay un hilo invisible que va de la mujer al animal, de pupila a pupila, un hilo tenso que vibra en el aire. El león se levanta para restregarse una y otra vez contra las rejas oxidadas sin dejar de mirarla. Irritado, se aleja y vuelve a hacer el camino contrario con la cola alzada y vibrante. Deja en el hierro un rastro nítido de pelos negros que brillan con reflejos de nácar. Gira y se acerca a la mujer lentamente, una garra detrás de la otra, pisando suave. Mide la distancia. Ella ha quedado paralizada en un gesto de defensa mínimo, con la boca abierta, una mano alzada y los dedos separados. Tiembla. No logra que ingrese todo el aire necesario a los pulmones. Tanto se le acerca el león, que la roza con la punta erizada de los pelos. Ella le siente el aliento dulce, como a sangres antiguas, es un olor con sombras y sonidos de selva húmeda, huele fuerte a flores envenenadas. La mujer lo mira con la intensidad del odio, del pánico, o del amor violento. Sabe que si baja los ojos ese será su instante último, no perder contacto es vivir otro poco. El tiempo de la caza es al atardecer y aún el atardecer no ha llegado.
El león levanta la cabeza enorme. La melena se extiende por los hombros y le llega por el pecho hasta el vientre. Es todo fibra el cuerpo, todo músculo. Altivo, olfatea el aire, allí donde el miedo es una sustancia sólida que puede atraparse entre los dedos. El olor a terror lo excita y estimula. Parece un gato enorme -logra pensar ella- y es bello, soberbio hasta el espanto. Esto es un error, murmura, tiempo y espacio están equivocados, éste no es mi lugar, no es el camino, él y yo nos hemos extraviado, estamos solos en un espacio vacío y nada más existe, se me borraron todos los recuerdos, no hay memoria ni pasado, nací y estoy desde siempre aquí, frente a esta bestia enorme esperando el desastre.
El animal frunce el labio hasta descubrir una fila blanquísima de dientes. Sobresalen los colmillos como dos espadas tremendas. La cicatriz sobre su hocico se pliega. Arquea el lomo y emite un rugido seco, grueso, prolongado, que se mueve en el aire que palpita entre ellos. Ella pega un salto y se levanta. Estaba tan apretada contra la reja, apoyada tan fuerte, que tiene marcados los barrotes en la espalda. Diminutas partículas de óxido se le adhieren a la piel y emiten destellos de metales, son señales de auxilio al vacío, presagios de desgarros en la jaula. Ya no es joven, pero todavía es ágil. Extiende los brazos, y con un coraje nuevo para ella misma también desconocido, levanta el rostro al cielo, estira y tensa el cuello, cierra los puños, sacude la cabeza. Y ruge. La mujer ruge con furia, tiene espuma en la boca.
El león vacila, retrocede y lanza hacia adelante una garra que con las uñas rasgan el vacío, balancea la cola a un lado y al otro, y hecha hacia atrás las orejas. Pero fue solo un instante. Otra vez avanza, lento, sinuoso.
Tan suave es al caminar que no mueve ni el aire a su paso. Los ojos dorados miran fijo a la mujer, sin parpadear. Ella está de perfil, ha emitido recién su terrible grito al aire, tiene aún la boca abierta y los músculos del cuello marcados bajo la piel como si fuesen de mármol. Sabe que pronto el león caerá sobre ella. Y cierra muy despacio los ojos.
Afuera de la jaula el público aguarda. Esperan asistir al formidable espectáculo del león devorando a la mujer. Las estadísticas indican que comienzan por morder el cuello o la cabeza, pero no siempre eso se cumple.
La semana pasada comenzaron por las piernas, dice un hombre viejo. Se apoya con las dos manos en un bastón de caoba con puño plateado, tiene un sombrero negro de ala ancha, y barba espesa. Se inclina hacia adelante. A mí también se me está rompiendo la vida, dice. Es justo este castigo. A su lado, una muchacha menuda y pálida, con el pelo rojo, se aferra a la baranda con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos. Ella sí, ella quisiera arrancar a la mujer de las garras del león. No te rindas, le suplica en voz baja. Un poco más retirado, un grupo de niños ha formado un semicírculo delante de la jaula. Una maestra con delantal rosa los mantiene agrupados. No se alejen, pequeños, esto ya comienza. Uno de ellos se acerca a las rejas y mira fascinado. Lame un helado que se derrite y chorrea por su mano. Tiene los ojos fijos en la mujer. En el mismo momento en que ella le devuelve la mirada, el león se abalanza. El niño deja caer el helado. Cierra los puños, abre la boca. Ha mojado sus pantaloncitos y escucha la risa de sus compañeros.
Algunos minutos más tarde la gente comienza a retirarse, van hablando entre ellos. La joven de pelo rojo dice: qué lástima, era una mujer hermosa. No dio batalla, le responde el hombre del bastón, espero que ofrezcan un varón la próxima semana, son más enérgicos, resisten, se defienden.
El niño los escucha. Para ocultar las lágrimas que asoman a sus ojos se inclina y levanta del suelo el palito de helado. Con él dibuja en la tierra una línea recta que muere en la jaula. Es un niño débil, lánguido. De mayor será un gran artista. Habrá de dibujar muchas veces esa escena, el león devorando a la mujer como si fuese un pájaro, un cervatillo, la dibujará una y otra vez. Toda su vida.

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