Fragmento de Otilia Umaga, La Mulata de Martinica (Español)
La misma noche en que el Capitán Francis Guillot decidió no regresar nunca más a su casa, Blanca Conjetura, despeinada, pálida y con los ojos en llamas, entró al ala este del establo con la fusta de su marido en la mano.
No había ni un resplandor en el cielo y la luna era apenas un hilo delgado sin luz propia.
Los dos negros que estaban de guardia en el establo entendieron la orden sin que mediara una palabra.
Salieron en silencio, uno detrás del otro, con los sombreros de paja en las manos y el corazón bombeante en el pecho, porque sabían perfectamente que estaba por suceder un desastre. Una vela gruesa en un candil, en uno de los ángulos del establo, iluminaba apenas la escena.
La mujer estaba en su ropa de dormir, un camisón blanco y largo hasta el suelo, atravesado en puntillas, y calzaba unas botas negras de caña alta con correas
de cuero, herrajes de plata y espuelas de cinco puntas que brillaban con destellos metálicos en la penumbra.
Caminó hacia el corral del Matamoros a paso firme y golpeándose a sí misma el muslo con la fusta. Una y otra vez. El chasquido del cuero duro contra su carne
era el único sonido que retumbaba debajo del techo de caña del establo.
Se detuvo con las piernas abiertas y las manos en la cintura frente a la media puerta de madera labrada sin dejar de hostigarse en el muslo, cada vez con más energía.
El Matamoros echó las orejas hacia atrás y dilató las narices. Olió el odio que le llegaba como una ola nauseabunda y espesa. Ella puso una mano en el pasador de bronce que cerraba la puerta y empujó despacio.
Rechinaron los goznes. El Matamoros escarbó con una pata la paja limpia del piso y reculó hasta dar con el anca en la pared del fondo. Estaba sudado como si viniera de correr una carrera.
La mujer avanzó otro paso, volvió a revolear la fusta con fuerza en su muslo y pegó un silbido largo, agudísimo, que emitió con los dientes cerrados. El animal enloqueció de terror como cuando escuchaba en el campo el siseo de una víbora, relinchó y se paró en dos patas para arañar el aire.
En ese mismo momento ella, con un movimiento certero como si lo hubiese practicado mil veces porque lo había imaginado otras mil, sacó de la bota un cuchillo largo y filoso y lanzando un alarido que le brotó desde el vientre se abalanzó sobre el Matamoros. Con una fuerza muy superior al que tendrían dos hombres juntos lo clavó con ambas manos y de una sola vez hasta el mango en el pecho del padrillo. Atravesó músculos, quebró dos costillas y entró en el centro del corazón abriéndolo en dos mitades casi idénticas.
Esta vez reculó ella y dio un salto ágil hacia atrás para que el caballo no se le desplomara encima. Jadeaba.
El Matamoros dobló las manos, lanzó al aire un relincho áspero y cayó de costado. Hundió con un quejido el hocico en la tierra, un temblor le sacudió las patas traseras y quedó inmóvil con los ojos abiertos. Su sangre le cayó a Blanca Conjetura sobre el pecho como una catarata y se mezcló con la propia sangre que le brotaba
de la herida del muslo.
Blanca Conjetura regresó en lo oscuro a la casa y a su cama, y arropada en sangre húmeda, durmió sin despertar la noche entera por primera vez en su vida.
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