Otilia Umaga, la mulata de Martinica, yegua de agua, sublime…

RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO | Un libro envolvente, mágico transparente y evocador, cosido de reflejos y señales, tan relámpagos, tan luz que, luego de su lectura, ningún lector indudablemente vuelve a ser el mismo.

Ésta no es la historia de Erick al fin y al cabo | que a los treinta años ya no era marinero | y vendía arenques noruegos en su tienda de Fort Liberté | mientras la esposa de Erick madam Suquí | rezaba a Legbá y a Ogún por su hombre blanco | rezaba en la catedral por su hombre rubio. Tomás Hernández Franco, Yelidá

Lidia Barugel se vale de la magia y del encantamiento para colgarnos de un lienzo a través del cual, con trazos insinuantes y casi invisibles, desmadeja semejanzas y desemejanzas en las vidas de mujeres tan parecidas y disímiles como la luz de cada día.

Otilia Umaga, la mulata de Martinica (Nuevohacer, 2009), deviene en algo así como una historia de guiños y esguinces, de amagar y no dar, de aludir y elidir, deslindando vastos territorios entre lo real maravilloso y lo real deseado; un viaje fascinante del mar y la sangre, del mismo centro del Caribe a Senegal, mezclando razas, deidades y linajes; lecturas, vadeos, aproximaciones, conjunciones y vaivenes: Borges, Carpentier, Hernández Franco y Las mil y una noches, entre cientos y cientos de espejos que nos miran y, sin fisuras, nos devuelven una imagen tan autónoma y capaz de introducirnos en otras cientos y cientos de historias que a su vez generarían otras cientos y cientos de infinitas lecturas.

Es una trama espejeante, llena de luces y matices claros, definidos: África, el Caribe, España, Francia, Bélgica y los cielos tensos de Van Gogh. La historia de Erik, su descascarada bicicleta, su grapa y su sed tan ancha y tan redonda como sus apetecidas y lentamente degustadas bolas de queso de cabra.

La historia del capitán Francis Guillot y su trasiego de esclavos hacia los algodonares del Caribe; su nave, su montura, sus monturas y la misma sed frente al espejo cóncavo con marco de madera dorada a la hoja, con cuatro colibríes tallados en cada ángulo, el mismo que pauta el principio y el final de esta historia de historias.

Otilia Umaga, la mulata de Martinica, como el mar de ríos que desembocan en Las mil y una noches, está escrita en clave de afluencias, embocaduras y desembocaduras. Vidas que confluyen, se entrecruzan y luego viran a seguir sus propias sendas.

Erik, como Scherezade, sabe que mientras más prolongue el final de su accidentado relato de la llegada del espejo a La Estrella de África en Nambasha, un pueblo perdido de Senegal, más se alongará la espera, la ilusión, el deseo de coronar su sueño.

Mara, sin embargo, con un celular sin baterías y un bolso casi lleno de ausencias y de olvido, vino de Brasil tras los pasos perdidos de sus progenitores, de sus raíces; sin ambición alguna de convertirse en redentora de la mestiza negritud del otro lado del mar. Venía podrida del cansancio, tal vez urgida por la luz o por el casi afónico rugir de los tambores, a lavarse por dentro y a encontrarse con su yo que, desde aquellos revueltos días de los baños del internado, se debatía en los difusos catecismos con los que la reconvenía y amonestaba Sor Tierna Ambrosía. Y nos lo cuenta mientras escucha y casi quiere hacer que Eric culmine de una vez y le narre hasta el final:

Ella le contaba de los candomblés y de las ofrendas floridas a Iemanjá en las playas del mar de Bahía, y Erik de los bellísimos jardines de Ámsterdam ocultos entre casas angostas y redes y canales. Ella le describía a media voz qué eran las macumbas blancas, los Orixás y los rituales de iniciación en los terreiros; él hablaba de los cielos tensos de Van Gogh y de sus manos que volaban como pájaros sobre la tela… Pág. 19

Entonces, de la manga o del sombrero de copas, Erick saca a Blanca Conjetura, la sevillana que, a cambio de una abultada dote, adquiere el capitán Guillot para blanquear su indeseable zarandeo de negros de África a las islas. Y toda una nueva ría de sumisión y misoginia, en un terreno pantanoso donde la fusta del capitán es ley y constitución que se propaga y se defiende a horca y cuchillo. Y Mara escucha, apura de la grapa que generosamente Erik le escanciaba, convencido de que avivar su curiosidad era retenerla.

Nítido, esa misma es la estrategia que, con muy buenos réditos, ocupa Lidia Barugel: dosificar espacio, tiempo, recursos y laberintos; conducirnos por la pista, con toda la cadencia y galanteo con los que se pasean los oficiantes de una rica bomba, plena o carabiné, urgidos y ansiosos, hasta final de la pieza: vacilarnos, coronarnos. Como si dijéramos: llegar a Pensacola, después de conducir de sur a norte y de este a oeste toda la franja ancha del estrecho y largo territorio de Florida.

Fue justo en ese momento en que el hastío ya lo estaba por quebrar en dos mitades, cuando la le vida le cruzó por delante a Otilia Umaga, la joven mulata oriunda de Martinica. Pág. 80

Y Otilia (hija de blanca y moreno), como la Yelidá  de Hernández Franco(hija de blanco y morena), deshojada a sí y a no/ por éxtasis de blanco y frenesí de negro, conturba y re-menea la polvorienta monotonía de Nambasha y sus alrededores; sitia y conturba las agujas de los relojes y las brújulas de la tierra de sus ancestros paternos, y hace que le nazcan nuevos bríos al capitán Guillot quien, para entonces, ya no era diestro al montar a su fiel Matamoros ni a la ya indócil Blanca Conjetura. En realidad, antes de la aparición de Otilia Umaga, Blanca había estallado en matices:

La ignorancia es atrevida y cava su propia tumba, capitán Guillot. Pág. 56

Y hay una fusión de sangres, territorios y nociones. Y aparece Justina, tan blanca y anodina como un manto que vela e insinúa el presentido rotito que mencionara Barthes cuando, precisamente, hablaba del placer y sus velados desvelos.

Otilia Umaga, la mulata de Martinica (Premio Juan Rulfo 2008), con su cuidada e insinuante prosa es una excusa, un bajel a toda vela por las ardidas aguas de la sed y la pasión, a todo sol y a toda luz, a través del cual, Lidia Barugel -también autora del libro de relatos Amores de vidrio (Nuevohacer, 2007)-, hábilmente logra sumergirnos dentro de las sensaciones y matices que nadan y se esconden bajo la subyacente calma que late más abajo, en lo profundo, donde se presienten y casi ni se sienten las olas ni el deseo de los peces:

Ven, acércate para que te monte, Matamoros, mulata de mi vida, ven a darme de beber, Otilia Umaga, mi alma, padrillo, yegua de agua… Pág. 113

…y el agua y los espejos y el Caribe y el eterno retorno a una tierra amplia y luminosa, donde los seres y las cosas se confunden y se funden en un abrazo de ensoñación y paz, nos convoca y congrega frente a un libro envolvente, mágico transparente y evocador, cosido de reflejos y señales, tan relámpagos, tan luz que, luego de su lectura, ningún lector indudablemente vuelve a ser el mismo.

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